Se encontraba, un guante, siendo acariciado por la dulce brisa nocturna. Acompañado del gélido tiempo esperando el amanecer.
Con la más mínima aparición de una tenue luz, las pisadas de la gente comenzaron a andar. Y, de manera desapercibida, el pequeño guantecito trataba de llamar su atención.
Fue hasta que el cielo se tornó de un azul brillante que un niño, pese a su pequeña estatura, logró divisar aquello que lo dejaría sin aliento. Estupefacto quedó plantado en la tierra mientras los colores se desvanecían de su ser y sus labios se agrietaban a falta de saliva.
¿Qué era aquello? ¿Un pedazo de tela vieja que había quedado atorado? ¿Acaso una bolsa en mal estado? ¿O quizá simplemente una broma de mal gusto?
El muro era alto. Hecho de incandescentes ladrillos rojizos que constantemente desprendían polvo y manchaban los grises adoquines postrados en el suelo. En la cima, un alambrado en espiral adornaba gloriosamente el final.
Aquella corona de metal era una protección para el pueblo. Por supuesto nadie le había prestado atención, hasta ese día.
En sus puntas un guantecito se había quedado atorado. Extendido en todo su esplendor lo único que quedaba suelto eran los dedos. Con el viento, uno a uno comenzaron a moverse, como si de un pequeño y tímido saludo emitieran. Sin embargo, estos se detuvieron cuando toda la gente gritó horrorizada, cuando el vómito y los desmayos no cesaban.
¿Quién pudo haber hecho eso? Si acaso le pertenecía a un niño de no más de cuatro años, ¿dónde estaba lo demás?
Algunos intentaron quitar la escena de terror, pero nadie logró el cometido.
Aquel guantecito dejó de ser levantado por el aire y se limitó a enredarse aún más para evitar ser visto.
Así el tiempo transcurrió y, como si de piel viva se tratara, esta también envejeció; como si nunca hubiese sido desollada de su dueño.
Finalmente, cuando los años venideros le pesaron a ese pedazo de carne, logró desprenderse de entre aquel alambrado.
Un guante lleno de manchas y arrugas se fue volando, mientras que el viento le ayudaba a despedirse.
Vuela alto y desvanece aquellos pesares que pudiste dejar atorados entre esa cerca.
Si preguntan por Christina Mey, diría que va más allá de una escritora de terror cuyo objetivo es dar a conocer un caótico mundo lleno de peculiaridades. El horror al rojo vivo dentro de cada palabra es con lo que alimenta cada cuento, llenando así su repertorio de suspenso. Christina Mey, creadora de un pequeño universo conectado que te atrapará al instante