En 1968, las voces de los estudiantes resonaban con tanta fuerza en México, que el gobierno decidió callarlas de la forma más cruel y cobarde. El 2 de octubre de ese mismo año, en la Plaza de Las Tres Culturas en Tlatelolco, el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz organizó una masacre en su contra. Al día siguiente, no había ni rastro de la sangre derramada ni tampoco de los miles de estudiantes que se manifestaban en contra del estado. Cincuenta y seis años después, todavía los estudiantes, ahora adultos mayores, que sobrevivieron siguen recordando este acontecimiento con mucho dolor y rabia.
El lobo entre las ovejas
La masacre de Tlatelolco, ocurrida el 2 de octubre de 1968, es un reflejo de cómo el luchar por la verdad y justicia en México, es reprimida con tal de ser visto como un país moderno y en paz. El gobierno de Gustavo Díaz Ordaz se comportó como un lobo entre las ovejas, dispuesto a sacrificar a quienes se oponían a su narrativa de orden y control.
La tarde del 2 de octubre de 1968, justo un día después de que el ejército se retirara de la UNAM y el IPN, miles de estudiantes, maestros, madres y padres de familia, se reunieron en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. Aunque el ejército estaba ahí supuestamente para evitar problemas, en realidad, estaban en modo «precaución» porque decían que podían asaltar la Torre de la Secretaría de Relaciones Exteriores.
Sin embargo, había un lobo entre las ovejas. Los integrantes del Batallón Olimpia, que se reconocían por sus pañuelos o guantes blancos, se metieron en la manifestación y llegaron hasta el edificio «Chihuahua», donde estaban los oradores y varios periodistas. Cuando ya casi terminaba el mitin, alrededor de las seis de la tarde, un helicóptero pasó volando y lanzó bengalas. Esa era la señal para que los francotiradores del Batallón Olimpia empezaran a disparar contra los manifestantes y los militares que estaban ahí, haciéndoles creer que los estudiantes eran los que estaban atacando.
Los militares, confundidos, intentaron defenderse, pero terminaron disparando contra la multitud en lugar de sus verdaderos enemigos, convirtiendo la Plaza de las Tres Culturas en un baño de sangre. Algunos manifestantes se las ingeniaron para escapar y se escondieron en departamentos cercanos, pero eso no detuvo al ejército, que, sin ninguna orden judicial, irrumpió en todos los edificios de la Unidad Tlatelolco para atrapar a los manifestantes. Muchos fueron asesinados y encarcelados.
La vergüenza se ocultaba
Uno pensaría que al día siguiente lo que pasó estaría en la boca de todo el mundo, pero no. Todos estaban en silencio, todas las víctimas, los testigos, los asesinos, los militares, los infiltrados y hasta el gobierno. Y por supuesto, los medios de comunicación, especialmente los periódicos, cambiaron totalmente la narrativa de lo que pasó aquella tarde.
Yo me fui a sentar a mi casa y pensé: “Mañana el pueblo se levanta en armas” “Mañana que se enteren, empieza la Revolución” Y cuando vi que todo seguía igual, que nadie se movía. Fue el shock más grande de mi vida.
Enrique Vargas, estudiante de la ESIQIE del IPN.
Al día siguiente, Ordaz abanderó a la delegación mexicana para las olimpiadas. Y como si nada, el 12 de octubre se celebró la edición número 19 de Los Juegos Olímpicos. Supuestamente, los atletas mexicanos y extranjeros no sabían nada de lo ocurrido en la Plaza de las Tres Culturas. Sin embargo en su libro, “La noche del Tlatelolco”, Elena Poniatowska escribió el testimonio de un atleta italiano cuyo nombre no fue revelado, quien expresó: «Si están matando estudiantes para que se celebre la Olimpiada, sería mejor que no se realizara. Ninguna Olimpiada, ni todas juntas, vale la vida de un solo estudiante».
La memoria resiste y ellos también
Ana Ignacia Rodríguez, conocida como La Nacha, recuerda cómo todo sucedió de manera inesperada. Estaba en la explanada frente al tercer piso cuando de repente vio luces que salían de un helicóptero, sin entender su significado. Después se enteró de que era una orden. Observó cómo un compañero que estaba hablando fue agarrado y empujado hacia atrás, lo que la hizo pensar que algo grave estaba ocurriendo. En medio del caos, comenzó a escuchar disparos, y no podía creer que les estuvieran disparando. Le dijo a su amiga Tita: “Son balas de salva, no pueden ser reales”. Pero Tita, con la realidad clara, le respondió: “No seas pendeja, ¿no ves cómo está cayendo la gente?”. Al voltear, Ana vio a compañeros desplomándose, y en ese momento, tanto ella como Tita comenzaron a correr descontroladamente.
Esa tarde del 2 de octubre, Humberto Musacchio estaba en la Plaza de las Tres Culturas cuando estallaron los disparos. Observó a hombres con pañuelos o guantes blancos acercarse al edificio Chihuahua, donde comenzaron a disparar. Aunque el caos reinaba y los balazos venían de todos lados, lo sorprendente fue que los soldados, a quienes temían, se lanzaron al suelo junto a los manifestantes para protegerlos.
La balacera comenzó alrededor de las seis de la tarde, y tras el tiroteo, los soldados formaron a los sobrevivientes junto a la iglesia. A pesar de que la situación era peligrosa, ya había pasado lo peor. Después de la medianoche, los llevaron al claustro del convento y, más tarde, a la cárcel de Santa Marta Acatitla, donde encontraron a otros 730 detenidos. Esta experiencia quedó marcada en su memoria para siempre.
Más testigos
Myrthokleia González Gallardo, integrante del CNH, se dirigía al tercer piso cuando un hombre la advirtió sobre la presencia del Ejército en las calles. Sin embargo, ella respondió con valentía, asegurando que no tenían miedo. Estaba a punto de comenzar el mitin cuando escuchó un helicóptero y vio luces verdes caer. Entonces alguien gritó que eran de salva, y ella repitió para tranquilizar a todos: «¡No corran, son de salva!». Pero en medio del caos, le quitaron el micrófono, y la situación se tornó peligrosa. Cuando empezó la balacera, todos corrieron hacia el elevador y se encontraron con soldados armados que les gritaban que se tiraran al suelo. En medio del griterío de «Blanco Olimpia», ella se mantuvo agachada, con las manos en la cabeza, aferrándose a su compañero Abraham Carró. Sintió calor en la mano y, al mirar, se dio cuenta de que él empezaba a aflojar su agarre. A pesar del pánico, ella decidió quedarse quieta, y así continuaron las ráfagas de disparos hasta entrada la noche.
Guillermo Palacios, del Comité de Lucha del Colmex, recuerda una tarde nublada, justo antes de que comenzara a llover. De repente, un helicóptero empezó a dar vueltas y lanzó una bengala. En ese instante, el Ejército irrumpió y la multitud se dispersó en un caos total. Guillermo se escondió entre las ruinas arqueológicas cercanas. El tiroteo comenzó, y pronto no pudieron avanzar más, así que se tiraron al suelo. Fue entonces cuando las tropas los rodearon. Se apilaron unos sobre otros para protegerse. La plaza estaba desierta. Solo vio algunos cuerpos en el suelo y algo que le llamó la atención: cisnes muertos, aquellos patos que solían nadar en los lagos de la plaza, que habían caído víctimas de los disparos o habían sido atropellados. Recuerda más los cisnes que los cuerpos de la gente. Solo pudo ver un par de cadáveres caídos y las aves sin vida.
El 2 de octubre no se olvida
¿Qué se hace en estas situaciones? ¿De qué manera nosotros podemos pelear en contra de aquellos que tienen un poder tan grande que con tan solo una palabra matan a miles de personas? ¿Será que el dar nuestras vidas sea suficiente para alcanzar nuestras convicciones?
Nuevamente la historia nos demuestra que el país es de aquellos que tienen dinero y sed de poder. De aquellos que matan sin parpadear a almas inocentes que solo buscan su libertad. ¿Cómo es que se puede vivir así? ¿Cómo es que los jóvenes y estudiantes podemos exigir al gobierno una vida digna? No se puede, no sin antes saber que en cualquier momento nos pueden arrebatar la vida.
¡Somos nietos del 68! Su valentía, fiereza y lucha está en nuestra sangre.
Jóvenes, estudiantes, hombres y mujeres de México, no nos arrodillemos ante el miedo. No permitamos que nos roben la verdad ni traicionen nuestros derechos. No nos engañemos pensando que el gobierno no podría silenciarnos, porque sí puede. Ya lo ha hecho. Creemos que nuestros enemigos están a nuestro lado, pero en realidad son aquellos que nos observan desde arriba, los que desean mantenernos en la oscuridad, callados y sin movernos. Debemos ser fuertes, valientes. Unamos nuestras manos y levantemos nuestras voces. Hoy, más que nunca, tenemos la libertad de luchar por nuestras convicciones y necesidades, cada quien a su manera, pero lo importante es que lo hagamos.
¡El 2 de octubre no se olvida! ¡Ni las almas de aquellos que nos fueron arrebatados!
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